A dos minutos de mi casa, sobre la calle Viamonte, intento ubicar la fachada esquiva de una galería de arte.
Está en la misma cuadra de Aluvión, la librería de usados, y de Playa negra, un local de ropa que visité ayer porque no tenía nada que ponerme para ir al recital de Daniel Melero en el bar Roxy. De casualidad vi en la vidriera una remera del disco Oktubre y me apuré a entrar, recordando un dato del que tomé conocimiento hace muy poco: Melero hizo los teclados para ese disco, tocó botones, cambió frecuencias, contribuyendo en la construcción de una impronta oscura e inconfundible.
Por un instante, me visualicé usando esta remera para ir al Roxy. Entré a probarmela por la anécdota, y comprobé que era demasiado memística como para comprarla, ya que tenía al personaje pelado de Los chicos del barrio emulando al Indio Solari. Además, estoy tratando de salir del negro. De modo que cuando terminé de probarmela, me quedé charlando con Agustín, el chico del local. Le conté que vivo cerca y que me está gustando mucho el barrio. Me preguntó si conocía Hipopoety (así se llama la galería de arte que está al lado). Le dije que no, pero que suelo pasar por ahí cuando vuelvo de trabajar, y que tenía que ir a conocerla de una vez por todas.
Así fue como, hasta ahora, pasar por ahí era siempre un mirar desde la vereda de enfrente a la gente que salía para fumar y conversar. Tenía el prejuicio que del otro lado de la reja (semicerrada, porque está rota) hay muchos tesoros improbables hechos con retazos de cosas, que por estar en un lugar ornamentado tienen un aura. Y voy a comprobar que la basura ahí tiene una existencia diferenciada hasta en lo más accidental, ya que una gotera puede pasar tranquilamente como efecto de sonido.
Hoy, que finalmente me decidí a entrar, la sala principal está iluminada por fluorescentes blancos que cuelgan del techo. Me dicen que lo que está en el piso es la recreación de un final de fiesta, con un componente nostálgico: cajas de cigarrillos Marlboro que no se fabrican más y que una persona que las coleccionaba le vendió a la curadora, Delfina Bustamante, para que ella recreara Mi primera fiesta electrónica, la instalación de Leo Estol.
Camino entre esos restos de fiesta juntados con esmero como si estuviera arrastrando los pies entre unos pastos muy crecidos. En el piso hay muchas botellas de agua y latas de energizante abolladas. Tengo que atravesar este remanso de plástico para llegar a la escalera que conduce al sótano donde queda la muestra que vine a ver. Se titula: Avatares del Arte Rata. Un laberinto de cartón corrugado en el que cada rincón ostenta una obra anónima. Es lindo que las cosas no lleven un nombre. Avanzo.
Lo primero que veo es un collage sobre una cartulina blanca. Conceptos que se conectan a través de flechas: los pensamientos (acompañados de la caricatura de un cerebro llorando) y los miedos (acompañados de la imagen de una rata) se linkean con “el dolor”, a su vez conectado con un atributo compuesto: “intenso e incesante”. El sentido es hacia abajo. Del otro lado de la cartulina, los conceptos se conectan con vectores orientados hacia arriba: la frase “los collages” acompañada de un collage que es, asimismo, un croquis dentro de otro croquis chiquito, que se linkea con “la belleza”. Son ideas diagramadas sobre una hoja en la que la mirada va de un lado al otro y ¿qué percibe? Dos grandes estructuras paralelas con sentidos contrapuestos. Dos estructuras de sentimientos que parten hacia direcciones contrarias. Y una definición del arte, si se quiere. Yo la veo en el extremo superior de la estructura que dirige sus vectores hacia arriba: la belleza que lleva a la transformación de los materiales. Me quedo contemplándola un poco más y pensando que algo que parecía una cartulina para un proyecto de ciencias naturales podía convertirse en una reflexión medio chomskiana sobre el lenguaje de las artes. Quién sabe. Está bueno a veces decir boludeces sin saber.
Sigo caminando y en el siguiente recodo del laberinto veo un barco a escala apoyado sobre un paño y una plataforma cuadrada. Me acerco para apreciar los diferentes objetos dentro del barco. En la cubierta hay, primorosamente apilados, fósforos y chapitas de gaseosa. En la popa descansa el esqueleto seco de una manzana. Las velas ya no lo son: los dos palos ahora sostienen, por un lado, una escultura hecha con un cuerno, un hueso (¿pélvico?) y joyas de aspecto oxidado que se enganchan en el hueso; por el otro una escultura compuesta de plumas y tres cabezas de piedra: son perritos con los ojos tapados. La proa atraviesa la pared de cartón corrugado, mediante un agujero negro que conduce a un vacío. Es lindo porque no vemos la punta de la proa y eso sugiere una dirección imprevista, algo en el futuro que no podemos adivinar. Un glory hole, como dijo Bett Pavetti.
La siguiente instalación está compuesta por dos hojas de una ventana en posición de apertura. Cada una está decorada con elementos heterogéneos: pegatinas holográficas, cartas de póker y de tarot, recortes de revistas del corazón, fotografías con epígrafes curiosos, estampas religiosas, dibujos de monstruos, demonios y androides, instrucciones de juegos de mesa, el paquete de una sustancia misteriosa con inscripciones en otro alfabeto, entre muchos otros objetos pequeños que recrean una cosmogonía personal y colorida como un cuarto adolescente. Después me entero de que es una ventana efectivamente arrancada de la habitación de una casa que, evidentemente, ya no la necesita.
Durante todo este trayecto estoy escuchando una vocecita que recita en portugués lo que parece ser un poema. No sé de dónde viene, pero el efecto pitcheado en el contexto de esta muestra me indica que debe tratarse de una voz humana simulando ser una rata parlante. Siguiendo otra de las bifurcaciones del laberinto, compruebo que no estoy equivocada: la voz viene de un televisor en el que se está reproduciendo en loop un cortometraje animado, acaso de ciencia ficción, sobre una Gaviota que sobrevuela una ciudad en ruinas. A gaivota fala e fala, y realmente me interesa lo que está diciendo, entonces me quedo mirando el video como por veinte minutos. Lo veo repetirse tres veces, hasta que comprendo más o menos dónde empieza y dónde termina.
La basura o lixo, como dicen los brasileros, cobra un papel estelar en el espacio post apocalíptico del corto. Entre todo lo que dice la Gaviota (esa especie de rata con alas) llama mucho la atención sobre una crisis habitacional que los gobiernos no hacen nada por solucionar. Pareciera como si esa gaviota lusoparlante tuviera la costumbre de habitar el lugar en donde estoy viéndola. En el centro de Buenos Aires todo huele un poco a vinagre de manzana, todo está un poco en ruinas o quebrado, pero en esos lugares las ratas pueden guarecerse. Hasta existe un café Ratita, una librería Ratita, y no sé cuántos emprendimientos más con ese nombre. Creo que esta es la obra que más me gusta. La animación 3D es adorablemente monstruosa.
En algunas secciones del laberinto es necesario levantar o correr la pared de cartón para apreciar las obras. Eso hice para ver una escultura que parece la espalda de una remera mojada sobre una piedra con forma de corazón.
Un par de pasos más allá, encuentro una obra que es una silla despeluchada y coronada por un par de zapatos ballerina que anidan dos muñecas Peponas tomadas de las manos. El efecto que produce es algo siniestro, como si fueran los restos de una infancia olvidada en la casa de una abuela.
Algo parecido me pasa con unas fotografías de las patas de una cama. El punto de vista es muy descentrado, muy de alguien que se esconde ahí, holgadamente. Podría ser una rata o un demonio.
Sigo. Me hace reír la bolsa negra de nylon sobre un pedestal de telgopor completamente absurdo. Me recuerda a algo que me dijo un amigo el otro día: “yo si entro a un museo y veo la foto de un gato perdido pienso que es arte”.
En su autobiografía, Incierto y sinuoso, Daniel Melero dice que confía mucho en lo que está en el conteiner de la basura de cualquier lenguaje, en la arqueología de lo carcomido. Dice que en aquello que es despreciado tiene que haber algún mensaje muy poderoso para que se lo desprecie. Entonces yo me pregunto qué mensajes poderosos se cifran en esta muestra compuesta de objetos descompuestos, que señalan la carencia como temática central.
De alguna manera siento que muchas de las obras me hablan de alguien que, con información, apunta a otra cosa distinta a lo solemne, porque tiene las pelotas bien puestas. Alguien que con decisión afirma: quiero que se acuerden de mí por pelotuda.
Lo hablo con gente cercana. Nuestra época es rarísima. Quienes nos gobiernan apuntan a la destrucción no ya del sentido común, sino de todo sentido posible. Hay algo del lenguaje de los memes que se traslada al arte, al discurso político, a las remeras. ¿Qué tiene que ver esto con el Arte Rata? Intuyo que su manera de llevar los materiales hasta cierto límite se mezcla con el repliegue al que se vuelcan muchxs artistxs, en un contexto de crueldad y sometimiento a ideas que nos apocan. Frente a esta situación, la respuesta del colectivo de artistas roedores es situarse en la opacidad, como dice el texto: “la parte ensombrecida de las cosas brillantes”.