VOCACIÓN DE COLONIA O COLONIA DE VACACIONES — Sibila Gálvez Sanchez

Victorica
4 min readSep 3, 2024

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Por primera vez en la historia de las muestras de arte una persona interesada en comprar una obra recibe por parte del artista una — aunque no muy precisa — negativa. Es más bien una evasión, un desdén genuino. La persona interesada soy yo y el artista, Nico Lillo.

Nico Lillo pinta mucho: en cantidad de obras y en cantidad de pintura. Con el óleo arma capas y relieves, una especie de impresión 3D hecha a mano, como recordándonos que en la base de nuestra civilización está la artesanía, la superposición y el juego primitivo de la agregación sin destino y sin motivo. En el panal que se forma por los hilos de colores podría quedar un bicho atrapado.

En su paleta encuentro algo de Orlando Belloni. También las curvas de sus chicas son como las de Belloni, aunque están traídas al interior, geográfica y metafóricamente. Es el artista que más me gusta de todos los que están exponiendo en los talleres abiertos de la cohorte 2024 del Programa de Artistas de la Universidad Di Tella. Se lo digo a los que me cruzo (artistas y público), como buscando pelea. Nadie me responde nada muy jugado. No me dan la razón ni lo rechazan: parece que la experiencia de ver arte, al contrario del resto de las experiencias de la vida, se arruina si uno elige y dice qué es lo que más le gusta.

Muchas de las obras están apoyadas en una mesa y Lillo me dice que las levante si quiero. Del otro lado, casi todas, tienen un texto en una cursiva finísima y prolija también hecha con óleo. Él me explica que son cartas que escribe y envía a las comisarías y centrales de policía de los lugares donde vive. Estas que agarro están todas en alemán y empiezan con “Liebe Polizei:” (Querido policía:). Le pregunto por qué alguien enviaría cartas a un policía, si alguna vez le respondieron, si sabe a dónde van a parar las cartas que él manda, si le preocupa saber casi con certeza que sus cartas-pinturas terminan siempre en la basura. La evasión que antes dedicó a mi entusiasmo por comprarle una obra (una pintura de una chica-alien con pelo verde gritándole a un micrófono) ahora se repite.

Él habla muy bajito, me cuesta escucharlo cuando me dice que en siete años nunca nadie respondió sus cartas. Siete años pintando óleos preciosos, hilando letras cuidadosas para quienes históricamente han servido a los enemigos del pueblo. Un texto íntimo para la institución pública por excelencia. La acción epistolar ya no como reverso de la publicidad que los mensajes tienen en un mundo hiperconectado (sobre lo que el arte ha machacado bastante), sino todo lo contrario.

Estoy empezando a obsesionarme con Nico Lillo. Pienso que quiero escribirle una carta de amor y quizás sea ésta. Que tal vez pueda comprarle la pintura así. Que si le propongo palabras en vez de dólares él acceda a venderme su obra. ¿Nico Lillo es el último romántico o sólo se aferra con una ternura inconsciente a la decadencia del mundo? ¿Con qué tiene que ver mi obsesión? ¿Con él, con sus obras o con el efecto que sus obras me producen cuando las veo rodeadas, al lado de otras cosas?

Sigo mirando. Por el piso se desparraman unas figuras de cobre que hizo la noche anterior con unos cables pelados que salen de la sala de máquinas del piso 12 de la torre BBVA con vista al río en la que funciona el Programa de Artistas. Las siluetas de metal se levantan desde el piso: son caballitos de mar o perritos o unas personitas que no voy a ver de cerca porque no quiero agacharme. Una de ellas, la más grande, sube por la pared con los brazos como un villano de dibujo animado, con el interior del cuerpo delimitado como una vaca de póster de carnicería. La materialidad de estas obras no es frágil pero está por serlo, porque hay algo del contexto que las vuelve inestables: por romperse el vidrio, por derretirse el óleo, por perderse la carta. Obras duraderas pero puestas en riesgo; libradas al azar o a la casualidad, a un paso de dejar de existir.

En el catálogo que los artistas armaron para ocasión de los talleres abiertos (un pdf con imágenes de las obras exhibidas y sus respectivos valores), la página que le tocaba a Nico Lillo quedó en blanco. La exaltación moral del gesto no me interesa, pero sí el movimiento reptante y sigiloso de un artista que se aleja de la nube negra de la gestión cultural como el ganado que se amucha bajo un árbol cuando viene la tormenta, guiado por el instinto de supervivencia. Aunque conservo una cautela maníaca: el recordatorio de que Nico Lillo, como sus más ávidos colegas, alguna vez se sentó a llenar atentamente el formulario que le dio pase a la “comunidad ditelliana”.

En instagram la institución con apellido muestra artistas enclaustrados como princesas en una torre sin ventilación; empresariales, sofisticados, definiendo los destinos del mundo. Mientras tanto, sucede un tráfico clandestino que va por abajo de esa profesionalización, de la vanguardia previsora, de los cañones que apuntan a los mercados del primer mundo. Es el ritmo errático de ver qué pasa con una obra que se va sin dejar nada, que no se puede vender porque nadie le puso precio.

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